Ehécatl

–el reciclo del viento y su reencuentro con la tierra–

Por lo general marchan en común; todo parece indicar que están hechos el uno para la otra (y también viceversa).
La satisfacción que ambos alcanzan cuando emiten lengüetazos de fuego, de alguna forma no nada más los libera de ciertas presiones (sobre todo en el caso de las interioridades de ella), sino que, aunque resulte paradójico, les produce un estado de inquietante frescura.

La caricia que se produce con el contacto deseado genera sensaciones indescriptibles, cual nubarrones convertidos en gotas de rocío. La lluvia que moja, la que excita e incita al tiempo, incluso al tiempo de que aplaca, con dulzura y cierta suavidad, la calidez de la carne de la tierra.

El viento arrulla, roza y… duele; ay, cómo duele…
Pero… arropa la desnudez de la amada (y no es pleonasmo): montes virginales que conforman en sus líneas las exquisiteces de lácteas vías, delicias en fluidos recurrentes, limpios en cuanto a la profundidad real de sus orígenes.
Placer direccionado, excitación y goce, en el más amplio sentido de los conceptos (que NO términos).

Y en el medio de ambos seres, como lo son la niebla y el riachuelo (inequívoca presencia sensual de paternidades antiguas), prevalece, desafiante e imponente, la vida.
Las plantas entonces reverdecen como producto de la fecundación. Flores y frutos ancestrales (viajeros en el tiempo) regando polen y semilla en actos de erosión y erotismo.
Protuberancias, salientes, entrantes… oquedades.

Así, podría decirse que se cumple el ciclo… el reencuentro…


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