Crónicas de pesca: Lobos de mar

 

Los tres experimentados pescadores fueron invitados a una travesía marítima por un tío de este relator, con el objeto de compartir sus conocimientos, así como sus instrumentos de trabajo con nosotros, aparentemente legos en el asunto.

Mi familiar residía en Veracruz y era esposo de la hermana menor de mi padre, quien fue el autor material e intelectual de esa incursión en alta mar, con el fin de ejercer la atractiva y estimulante práctica de la pesca. Esto ocurrió hace muchos años, cuando mi papá y su cuñado aún se encontraban con vida.

Una vez que la capitanía de puerto informó que las condiciones climáticas eran propicias para todo tipo de navegación, realizamos los preparativos pertinentes y pudimos zarpar al filo de las seis de la tarde. Yo, la verdad, tenía un poquito de miedo, o más bien bastante, ya que, para ese entonces, nunca antes había estado en alta mar y el bote alquilado que nos transportaba medía apenas unos ocho metros de largo.

¡Qué imponente es el océano! El agua en movimiento representa esa fascinante reflexión acerca del origen de la vida. Y allí íbamos seis representantes del género humano: por un lado, ávidos de conocimiento y, por el otro, alertas y predispuestos; unos iban en práctica rutinaria; otros, en cambio, descubridores e inquietos, pero todos, absolutamente todos: desafiantes.

El recorrido inicial fue hasta cierto punto intrascendente, salvo algunas historias y anécdotas que platicaban los viejos lobos de mar. La real aventura comenzó una vez que llegamos al sitio en donde habríamos de probar suerte; recuerdo que se establecieron una serie de referencias lumínicas (y que ahora no sabría describir), tanto en tierra como en las islas, lo cual determinó el lugar en donde se arrojó el ancla; porque en esa área, comentaron los entendidos, "siempre se encuentran buenos 'bancos' de peces".

Cada uno de los tripulantes 'marcó' su territorio en el interior de la pequeña lancha.  Elegimos también los utensilios: los cordeles eran gruesos y los carretes y los garfios, enormes, al igual que los plomos y las carnadas; éstas, por cierto, eran 'lisas' enteras. Así que tomé uno de dichos pescados y lo coloqué como cebo en el anzuelo, no sin antes haber anudado éste al hilo de nylon y verificado el correcto deslizamiento de los pesos emplomados.

El primer lance que hice me causó extrañeza y asombro, pues yo soltaba y soltaba cuerda y, literalmente, no tocaba fondo; eran metros y metros los que bajaba y… bajaba y… continuaba bajando y… nada. Hasta que, por fin, al cabo de un buen rato, mi carnada chocó con la firmeza de la profundidad del océano.

Las yemas de mis dedos, entonces, rozaban apenas el cordel para tratar de sentir el husmear de la posible presa. El mar a su vez producía una cierta vibración en el hilo, que muy bien podría confundirse con un leve tirón animal y yo, a mi vez, movía la cuerda de forma tal que intentaba 'prender' algo; indudablemente, me encontraba ejecutando la emocionante e indescriptible sensación de pescar.

Pasado un tiempo prudente, opté por llevar a la superficie el paquete lanzado para averiguar si el movimiento acuático, o los peces de allá abajo, habían dejado algo de carnada en mi anzuelo. Al extraer éste, comprobé: nada, sólo estaban los garfios. Primer ciclo: perdido; sirvió sólo como tanteo y reconocimiento.

El tiempo transcurría lentamente; no recuerdo qué fue, pero estoy seguro de que comimos y bebimos algo. Aparte de la linterna que llevábamos encendida, la noche era tan clara que permitía el poder observarnos los unos a los otros: dedicados, calmados, concentrados.             

En dos ocasiones, cuando tuve la imperiosa necesidad de orinar, intenté hacerlo como mis otros cinco acompañantes, pero no lo logré. Ellos, en posición acostada y con una leve inclinación corpórea, alcanzaban su cometido; yo, en cambio, tuve que pararme las dos veces, manteniendo apenas el equilibrio para, de esta forma, poder contribuir con mi cálido fluido ácido y amarillento a conformar la gran masa oceánica.

Pero, regresando al tema pesquero propiamente dicho, he de comentar que realicé como cuatro o cinco intentos más; unas veces el cebo regresaba intacto, otras, los peces habían hecho de las suyas y subía el punzón limpio. Mis dedos iban adquiriendo un mayor grado de sensibilidad y destreza y casi podía 'adivinar' o por lo menos interpretar lo que estaba sucediendo a no sé cuántos cientos de metros de distancia allá abajo: bailes y rodeos tácticos en torno a mi 'ofrecimiento alimenticio', acercamiento temeroso, 'mordida' y retirada. Yo, al sentir, tiraba del hilo plástico, pero era infructuoso.

Así las cosas, mi papá ya había obtenido un 'pargo' y mi tío, otro, sumando un total de dos presas marinas, las cuales habían sido calurosamente festejadas principalmente por el grupo familiar, mientras que los otros, los expertos, ajenos a nuestros parentescos político y consanguíneo, no lograban resultado alguno. Entonces engarcé una lisa de manera peculiar, al tiempo que pensé, palabras más palabras menos: "aquí va a 'caer' algo; la futura presa no podrá resistirse a este suculento manjar".

Y así fue. No llevaba ni tres cuartas partes de desarrollo descendente cuando sentí el fuerte jalón. Entonces grité: “ya picó, ya picó”.

La pequeña lancha inició un bailoteo provocado por el enorme esfuerzo que hacía yo al luchar en contra del enjundioso 'escape' que pretendía lograr mi presa en las profundidades.

Mi tío se acercó de inmediato y, debido a que llevaba en los nudillos de sus dedos unos protectores de gamuza, le cedí el cordel para que, acto seguido, comenzara a tirar de él. Fueron, sin duda, momentos tensos y emocionantes; fui alcanzando el clímax al empezar a ver cómo subía el animal 'atrapado' cuando forcejeaba como a 4 ó 5 metros bajo el agua.  Yo decía: “no lo vayas a soltar, tío”. Y él: “no te preocupes; lo tengo sostenido con firmeza”.

El haber mirado al 'jurel' apenas unos centímetros antes de su emersión fue indescriptible. El jalón definitivo llevó al animal a la superficie de la barcaza. Allí daba saltos instintivos, tanto para soltarse del anzuelo como para retornar a su medio acuático de subsistencia. Pero no logró ninguna de las dos cosas. El pescado expiró y, ya en el trayecto de regreso a tierra firme, le retiramos la lisa y el garfio de su inerme boca. Todos volvimos a enrollar los carretes, y procedimos a resguardarlos junto con plomos y anzuelos. El comentario abierto generalizado giraba en torno a la gran fuerza con la que se defienden los jureles, acción que pude comprobar 'en carne propia'.

Al final, el trío de 'experimentados' acompañantes estaba un tanto cuanto molesto; y no era para menos; sólo nosotros tres, los 'novatos', regresábamos satisfechos del producto de la pesca con sendos trofeos.

Llegamos al puerto alrededor de las doce de la noche; bajamos de la embarcación y, mi tío y mi papá, realizaron una repartición equitativa de los tres pescados obtenidos, previamente aliñados. Los tres viejos lobos de mar no se fueron con las manos vacías.

Creo que esa noche admiré mucho a mi padre y, ¿por qué no? También debió de haber existido correspondencia acerca de lo que él habría sentido hacia mí. Por lo que respecta a mi tío, considero que, junto con mi papá y con quien narró el suceso, formó parte del verdadero trío de lobos de mar.                       

 

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