Ilusión


Se subió nervioso y expectante a la enorme rueda de la fortuna.
En cada parada, dado que alcanzaba alturas mayores, la adrenalina incrementaba su frecuencia cardíaca.
El vaivén de la canastilla, al detenerse, no hacía otra cosa sino provocarle más y más la sensación de angustia. Parece que se le contraían los vasos sanguíneos al igual que la distancia entre las sienes; esto por el apretujamiento mandibular.

Así, el intercambio de personas, al bajar y subir, del y al juego mecánico, encausaban su predisposición a esta especie de huida o despeje literal de la plancha terrenal.

Y ya casi en la cúspide, comprendió (al menos en apariencia) que, aparte del buen funcionamiento de su hormona de transmisión neuronal, podía dominar un amplio panorama en lontananza pero, nunca, el adquirir el conocomiento propio de las alturas.
Añoró una vez más el ser ave, como en la primera infancia, cuando tuvo la imperiosa necesidad de emprender el vuelo.

En ésas andaba que ni se percató siquiera de que la rueda inició su girar incesante.

Dicen, quienes todavía lo logran ver, que su mirada desquiciante atrapa la locura más ínfima.
Yo, por ejemplo, ayer percibí un fuerte destello lumínico en sus ojos.

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