18 minutos aproximados

    "Es tal la excitación que me embarga, que no necesito levantar la mano para tocar el cielo"
     M. L.


Nos encontramos en un palco dentro de la sala de conciertos. Está a punto de iniciar "El Bolero" de Ravel.
Hace como treinta años, cuando lo escuché en vivo bajo la conducción del Maestro Eduardo Mata, estuve a punto de alcanzar un orgasmo en la parte final de la obra, cuando toda la orquesta participa en un maravilloso espectáculo.
Bombos y platillos, así como tubas y trombones enmarcan la presencia del todo sinfónico.

En esta ocasión no sabemos quién dirige; lo que sí, sin duda, que traemos el eros desbordado.

Solo nosotros dos ocupamos el reservado con capacidad para ocho espectadores, cuatro en la fila de adelante y otro tanto en la posterior, que es en donde nos ubicamos. Comprendemos que, en cuanto sea apagada la luz del foro, nuestros movimientos serán prácticamente imperceptibles; mas no así la emisión de sonidos.

Cuando ingresa el director, nos tomamos de la mano con un cierto nerviosismo. No podemos asegurar si seremos capaces de superar el reto.
Nos vemos a los ojos con esa complicidad nuestra e inicia el concierto.

Las baquetas en el timbal apenas y se escuchan:

Ta
ta ta ta tá
ta ta ta ta
ta tá
ta ta ta tá
ta ta ta ta ta ta ta ta ta tá
Después de esas primeras y repetitivas percusiones, la flauta transversa interpreta la tonada recurrente y los cellos responden en arpegio.
Entran el clarinete y el fagot a reiterar el motivo melódico.
Son todos instrumentos de contenido erótico en sus formas, ya sean fálicas o bien, a mis ojos, en curvatura que asemeja nalgas femeninas.

Nada más de pensar en el final, la sangre recorre todo mi ser, desde el dedo último de mi pie hasta la punta de mis cabellos.

Estamos preparados para la ocasión. Ya hemos retirado los antebrazos intermedios y nos estamos tocando por doquier.
Ella tiene las piernas abiertas y se reclina hacia un lado; todo el vestido lo he echado hacia la cintura. Previamente y para el suceso, habíamos decidido no usar ropa interior. Como hay suficiente espacio entre las butacas, me hinco enfrente de ella con el objeto de posesionarme en sus zonas bajas. Voy directo a su riquísimo pubis velludo, al tiempo de que en el escenario crece la intensidad de las percusiones.
Poco a poco, mientras van incorporándose más instrumentos y secciones de los mismos a la pieza musical, mi boca hace maravillas en mi vieja amiga ya, esa vagina exquisita y cómplice de mis andanzas lingüis.
Seis días antes habíamos practicado la escena, en casa y con la versión de Herbert Von Karajan. Así que, un poco antes de la presencia sonora del segundo timbal, cuando prácticamente todos los alientos y metales han repasado la melodía, mi lengua ya ha hecho lo propio con la parte interna de sus muslos y todo el contexto del área superior a los mismos.

Cuando mi mujer alcanza la plena satisfacción, casi todas las cuerdas han dejado los arpegios y ya son interpretadas con los arcos. Es el momento de cambiar posiciones.
Ahora mi entrepierna está tomada por su rostro, ella realiza la degustación anhelada por ambos; quién sabe si Ravel algún día imaginó esta escena en concordancia con su obra.

Sin embargo y con el fin de no emitir sonidos que enrarecieran el ambiente, debimos mantener, por lo menos, la misma concentración que el percusionista del primer timbal.
Por fortuna, al igual que él y para beneficio de la audiencia, no cometimos ningún error.

Fueron momentos exquisitos que inundaron todos mis sentidos, así como también, con fuerza y cierto desborde, la boca de mi amada.

Cuando chocaron los platillos por última vez, ya estábamos de nuevo sentados; tanto así que, después de darnos el más delicioso de los besos, participamos entusiastas de la ovación generalizada.
No sé cuántas veces salió el director; lo que sí, que nuestros labios permanecieron juntos durante todo ese tiempo, degustándonos hasta la saciedad. 

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