Flor de agua


Qué curiosas fueron las piruetas de los pajaritos que sobrevolaban el camino.
Fiorella siempre observaba el cielo.
Aprendió muy bien las lecciones recibidas de Donatello, su hermano mayor.
Ambos se vieron obligados a abandonar la pequeña isla de Capri, en donde habían visto la luz por vez primera.
Ahora, lejos del terruño, ella descubría cada tarde diversas imágenes originadas por todo tipo de elemento.
La parvada, en este caso, había realizado unos giros, primero directos y, después, inversos. Parecía algo así como el seguimiento de una coreografía celestial.
Desde su partida, en una pequeña embarcación que atravesó el Mar Tirreno, destinaba buena parte de su vida a mirar hacia arriba. El violento oleaje contribuía a tal empresa.
Su primera llegada a la península sorrentina continuó con dicha práctica visual. A sus ojos, los edificios eran enormes. Claro, comparados con los de la zona prácticamente rural en donde vivió en su natal Capri.
Don Roberto, su tío paterno, la llevó en esa ocasión a "dar gracias" a san Catelo, que es la imagen que adoran en el templo de Castellammare Di Stabia.
Ella entendía poco acerca de tales agradecimientos, pero aprendió hábilmente a seguir las tradiciones familiares y sociales.
Por eso, siempre que regresaba a Sorrento, hacía la consabida procesión a la Basílica de San Antonio.

Ahora no estaba en Italia. Los ires y venires, primero de sus ascendientes y luego de ella misma, la tenían como colaboradora técnica de un albergue educativo en un pequeño poblado del Mato Grosso brasileño llamado curiosamente Sorriso.
El destino le jugaba una rara trama lingüística en su vida al entretejer aliteraraciones en varias ciudades importantes para ella.
Cada semana viajaba a los alrededores. Vera, Sinop y Nova Ubiratã eran sus destinos más recurrentes. En la primera ciudad visitaba la parroquia de São Judas Tadeu, mientras que en Sinop, la catedral del Sagrado Coração de Jesus.
Ahora regresaba de uno de estos viajes y, justamente al medio del camino, cuando el Mato Grosso se asemeja a los bordes de la selva amazónica, fue que vio a los pájaros bailar.
Se imaginó estar en la Parroquia de San Pedro, mucho tiempo atrás, en sus primeras estancias sorrentinas, con el ahijado de don Roberto, quien aparte de ser en su momento el marido que la llevó a América, fue también quien le enseñó a distinguir los movimientos de las parvadas.
Y lo que acababa de observar no recordaba haberlo visto con anterioridad. Por eso apresuró al chofer del transporte para llegar al sitio en el que ella suponía que los pájaros habían hecho el aterrizaje de un par de segundos. En efecto, por alguna extraña razón, habían picado un campo florido y dejaron una marca o erosión en forma de punta de flecha, tal como había bajado la parvada. La punta se dirigía hacia el norte.
Solamente una vez vio algo similar, en la campiña francesa, en los jardines del castillo de Rastignac. Pero esa vez la imagen apuntó hacia el sur.
Fue cuando tomó la decisión de cruzar el Atlántico en definitiva para radicar en Brasil.
En aquella ocasión se vio impedida para regresar a Italia, por eso, siempre que podía iba a Sorrento a agradecer a san Catelo, la imagen mítica del templo de Castellammare Di Stabia.

Ahora, con esa "señal" (a sus ojos), debía partir hacia otro destino. Éste sería hacia una ciudad más al norte del continente: Santa Fe, ciudad costera de Honduras, en donde se encuentra la iglesia Fuente de Vida. Allí se venera a Padre Pío quien, se dice, fue benefactor de Sor Rita del Espíritu Santo, una monja agustina amante de las flores.

Fiorella no lo sabía pero, en ese lugar, por fin, encontraría lo que siempre quiso (aun lo que en apariencia nunca buscó). Y en la costa, como su querida Sorrento.
Allí, en un par de años, tendría a Nikté Ha (Flor de Agua –en maya–) su anhelado primogénito.


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