Observancia nocturnal


Se desplazaba con mucha velocidad. En verdad, debía tener toda la atención, principalmente, para prevenir ataques y emboscadas de ejemplares mayores.

Aunque, había también especies pequeñas que resultaban peligrosas, sobre todo, debido a su astucia y sagacidad.


Su instinto de conservación, le permitía dirigirse casi siempre a parajes desolados, por lo general ausentes de seres animados y, hasta cierto punto, inhóspitos.

Últimamente se alimentaba con ciertas plantas que le permitían mantener fuerza y energía por un largo tiempo. Así, se daba la oportunidad de permanecer varias horas en la búsqueda de nuevos lugares, a su entender, atractivos, previamente a requerir la reparación con nutrientes, hacia los elementos interiores de su organismo.

Fue así como descubrió un sitio con arenas muy finas, que rozaban casi con la superficie.

De hecho, tenía la altura suficiente como para que pudiera cruzarlo y no enterrarse, ni tampoco emerger a la atmósfera.

Con el movimiento de la marea, unas veces crecía el tiro acuático y, otras, disminuía.

Con su audacia inusual, una noche experimentó el quedarse inmóvil en la arena, al tiempo que el agua bajaba, hasta quedar medio cuerpo con exposición hacia el exterior.

La mitad de las branquias, apenas hacían su trabajo de oxigenación sui generis. La otra mitad se encontraba en la parte superior, en contacto con el aire.

Lo mismo sucedía con sus ojos, uno miraba hacia abajo, hacia la tierra y, el otro, hacia arriba, de tal forma que dominaba la cúpula celeste, la que, por estar en la oscuridad, proyectaba una enorme cantidad de estrellas luminosas. Admiraba uno de los espectáculos más bellos que cualquier pez hubiera percibido jamás.

Sin embargo, era muy poco lo que le duraba el placer, pues, con el objeto de que sus órganos trabajaran de forma óptima, debía de volver a introducirse totalmente en el agua. Esto ocurría cuando la marea volvía a subir el nivel acuático o, en ocasiones, cuando esto no sucedía, aleteaba su cola, generando pequeños saltos que lo hacían salir de dicho vado para retornar por completo a su líquido vital.

Fueron muchas las oportunidades que se dio para realizar este ejercicio de observancia estelar.

Cierta noche, mientras se dirigía a su mirador particular, se percató de que, peces de su misma familia, comían unos pequeños trozos de alimento e inmediatamente emprendían una rápida subida hacia la superficie, como si fueran impulsados por una fuerza externa.

Decidió correr la misma suerte para conocer lo que sucedía más arriba.

Así lo hizo y, al tomar su bocado y comenzarlo a morder, en efecto sintió un fuerte tirón que lo hizo iniciar la elevación.

En muy poco tiempo llegó a la superficie y pudo admirar, ahora sí, con ambos ojos, el cúmulo de astros que iluminaban la oscuridad.

Sintió cómo le abrían la boca, para retirarle un punzón metálico, así como lo poco que había sido capaz de comer. Entonces se dio cuenta de que su cuerpo, a la intemperie, requería del agua para ejercer sus labores de supervivencia.

Poco a poco se fue sofocando, al tiempo que saltaba, impulsado por su cola, observando, cada vez con mayor intensidad, los brillantes adornos de la cúpula celeste.

No se arrepintió de su última acción. Podría decirse que acabó su vida con una sonrisa y los ojos expectantes.


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