Diciembre 23


Así como la Tierra libera energía (al emborracharse, cuando genera tumbos en su piel o superficie), igual se sueltan y alborotan de repente submicroorganismos ancestrales, mismos que viajan al través del tiempo y del espacio para hospedarse en seres mayores, propiciando muerte y desolación.

Algunas voces dicen que son los equilibrios que requiere y, sobre todo, exige la evolución.

El hecho es que producen caos, aun en sociedades interconectadas mediante redes cibernéticas.

Resulta paradójico que, con el intercambio masivo de comunicación, se logre una mayor desinformación en el ser humano común y corriente, el que es presa constante de noticias deliberadamente falsas y angustiantes.

Hoy día una pandemia recorre el mundo con resultados catastróficos, dejando al descubierto escalas de valores materiales de poco valor, válgase la redundancia, cuando lo que está en juego es la vida misma: la tan ansiada preservación de la especie humana.

Mientras no exista una vacuna remedial (misma que va a comenzar a distribuirse –con tiempos extendidos en cuanto a su aplicación masiva–), dista mucho de detenerse el esparcimiento del virus, igual que también falta en demasía el necesario replanteo socioeconómico que permita, en el futuro, afrontar estos desastres con un enfoque menos mercantilista, desde una perspectiva más humana.


Ayer se cumplieron ocho años que finalizó el mundo, según la errática interpretación de la delimitación del conteo maya.

Hoy asistimos probablemente a otro fin (en varias acepciones): navegamos en una frágil barcaza, en un mar de aguas turbulentas en medio de la niebla.

Ojalá poseamos la sabiduría para poder llegar a buen puerto.


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