Manos sudorosas



No podía ocultar su nerviosismo, el sudor abundante en sus manos lo evidenciaba, así como la presencia de un cierto temblorcillo en las piernas; y es que ella arribaría en cualquier instante.
Varios minutos antes de dirigirse al hotel, estuvo eligiendo la ropa que portaría. Y todo con el fin de causarle buena impresión; su formación de arquitecto le había proporcionado un guardarropa fino, elegante y atractivo. Era apenas la segunda vez que se verían frente a frente y, de entrada, no quería que continuaran las malinterpretaciones.
Con su esposa no tenía obstáculo alguno, ya que sabía, por boca de él, que acudiría a una cita “de carácter laboral”, por lo que estuvo observándolo durante todo el tiempo que demoró en vestirse e incluso, como buena y sumisa compañera, le sugirió una combinación de colores entre saco y camisa para que cumpliera "a cabalidad" con el "ineludible" compromiso de trabajo. Su mujer, de alguna forma y como suele suceder en estos casos, era cómplice, por “desconocimiento” o conveniencia, de lo que acontecería en la inmediatez.

Era la tercera vez que se había transferido el suceso, aunque si bien es cierto que él fue quien determinó la posposición de las dos primeras, la última definitivamente sí fue decisión de la contraparte femenina, argumentando "otro compromiso adquirido y de carácter impostergable". Tal vez por eso estaba incrementado su desconcierto. Él en verdad cambió las dos primeras fechas, no por indisposición personal, sino debido, había pretextado, a causas de absoluta e irremediable fuerza mayor, originadas por negligencias e incumplimientos.
Sin embargo, cuando dispusieron esta cuarta cita con carácter de inamovible, en verdad que habría sido inadmisible de cualquiera de las partes, además de ridículo, reiterar alguna alteración calendárica en cuanto al acontecimiento. Se habría provocado en definitiva una situación embarazosa y conceptualmente irreconciliable. Las partes entonces tenían la obligación irrestricta de cumplir. Ya no había cabida para arrepentimientos.

Como el edificio era nuevo, todas las habitaciones estaban impecables. Él ocupaba un espacio discreto, aunque contiguo al lobby o recepción. Debido a esa particularidad que manifiestan los genes artísticos, él había solicitado aislamiento o más bien soledad; así que, cuando escuchó unos murmullos afuera del cuarto en donde esperaba, su inquietud fue en aumento. Todo parecía indicar, pues, que la dama había llegado. Si supiera que la mujer ya había decidido ventilar el evento más allá de la intimidad y la discreción, es muy probable que, debido a su timidez, hubiera rechazado la original propuesta, por tentadora que fuera.

Aunque el hombre pretendía representar su mejor papel de ecuanimidad, de sus manos brotaba ese pegajoso y frío líquido que evidenciaba su real sentir. Por eso, al pretender girar la perilla de la puerta, ésta resbaló de sus dedos en más de un par de ocasiones.
Cuando por fin pudo salir a recibirla, ella estaba impresionantemente bella y majestuosa, con esa prestancia que brinda la serenidad adquirida en la real posibilidad de hacer prácticamente siempre lo que se quiere. Él alcanzó a percibir en su rostro una sonrisa triunfante y de cierto dominio; parecía pues, que ella controlaría la situación y la escena. Entonces murmuró para sí: “siempre supe que era exhibicionista”. Pero ya no pudo ni pensar ni indagar más, la potente luz instantánea de un flashazo lo deslumbró.
Obviamente no estaba sola; como su esposo era el dueño del hotel y debido a que se encontraba en el extranjero, ella y el nervioso arquitecto en unos instantes protagonizarían, ante el público expectante, el acto de entrega recepción del inmueble.



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