Aguacero
Había un golpeteo rítmico en la
arcilla.
Por más que pretendía horadar el
barro, éste ofreció su ancestral y eterna resistencia. El agua, pues, rebotó al
saber perdida esa batalla y se dispuso a buscar otro ser para erosionar.
El rito de la tierra se integró con
el del cielo. En esa ocasión, las nubes no gritaron; cedieron el ámbito sonoro
a su creación predilecta: el agua.
Sabia fue la elección que permitía
gozos auditivos y visuales extremos.
La vegetación generó un discurso
verde y húmedo en una redundancia aparente: fundió el azul celeste con el cromo
dorado de la tierra y entonces, se obtuvo la marcada tonalidad de la frescura;
por lo que respecta a la presencia líquida, fue el rocío el que
"habló" quedito, encima de esta hoja... y de aquélla.
El idioma bucólico había generado esa
rara armonía que se escucha como clavecín hueco en una bóveda o cámara de
paredes pétreas.
Gotas y chorros incansables formaron
charcos-espejos temblorosos, en los que el baile genuino de los reflejos
brindaba reiteradas formas, las que hacían su aparición en lapsos bien definidos
y con variantes prácticamente imperceptibles.
Hubo momentos en los que el viento
intervenía de manera lúdica: la "cortina" acuífera hacía las veces de
enorme arpa clásica y la masa móvil de aire parecía responder a la virtual
intervención manual, permitiendo el vibrado uniforme de las cuerdas de agua, a
manera de cascada u ola sonora–visual.
Experiencia hermosa que ofrece la
naturaleza cada cierto tiempo en los parajes más insospechados del entorno.
Vida propia de clima y flora que
muestran al género animal su magnificencia desde los orígenes mismos.
Cuando escampa, el inconfundible
aroma de campo mojado conduce indefectiblemente a lugares, remotos o cercanos,
pero siempre impregnados de belleza rozagante.
La bondad y la esperanza apremian
entonces, como ahora.
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