El ahogado que nos traía caracoles



Los más grandes, recuerdo, amarraban uno de nuestros tobillos a una cuerda y ésta, en la otra punta, a un palo de ésos que se encuentran enterrados en la arena. 
Esto lo hacían siempre que alguien se ahogaba para que no nos acercáramos "a mirar cosas desagradables".
Así fue cuando lo del teniente. Todos dicen que se lo llevó el mar; aunque no se sabe porqué. 
Le decían el teniente, no porque ostentara dicho grado militar, sino porque sabía poseer las cosas; en realidad gozaba el tenerlas.

Todos los fines de semana, los sábados, desde temprano le dábamos para la playa. No recuerdo desde cuándo, sólo que, si podíamos, hasta antes del amanecer llegábamos.
Nosotros, éramos tres: el Julián, el Rubi y yo; aunque, a veces se nos juntaban Manolo y su hermano el Tachi.
El Julián se llamaba Julio y Manolo, Manuel; pero lo que son Rubi y Tachi, nunca supe sus verdaderos nombres. Y eso que nos veíamos casi a diario.

No guardo en mi mente imágenes del pueblo; es más, ahora, al tiempo, no sabría precisamente a qué distancia se encuentra de la playa. Por eso no sé bien lo que ocurría entre semana.

Pero los sábados... empezaban siempre con el vaivén de las olas y la brisa matutina.
Como todo el año hacía calor, nunca dejábamos de ir al mar.
Y casi siempre nos encontrábamos al teniente. Él era como parte del entorno.
Los grandes decían que tenía una lancha y que de ella bajaba los caracoles con los que se acompañaba en sus recorridos por la playa. Ah, y que esa embarcación era de remos y que la dejaba atracada en el manglar.
Como ahí sí teníamos prohibido ir, nunca supimos la verdad.
El papá del Tachi, siendo niño, estuvo a punto de morir en el manglar. Por eso, a nosotros no se nos permitía ni siquiera acercarnos.

El teniente cargaba una especie de red-morral con las conchas marinas más bellas que pudiera uno imaginar.
La Carol, a quien le decíamos la Flechita, era más o menos de nuestra edad. Vivía más cerca que nosotros de la playa; de hecho, nomás se rodeaba la piedra y ahí estaba su casa. Ella igual, casi siempre abordaba al teniente. Recuerdo que le gustaba una concha a la que le dicen nautilus.
Tenía permiso de hurgar en la bolsa del viejo pescador. No como nosotros, a quienes no nos lo permitía.

A mí me gustaba la Flechita. Así le decíamos porque era hija de míster Fletcher. Era güerita; no como nosotros: aprietados por tanto sol.
El Tachi siempre nos venía con el cuento de que la Carol ya le había dado un beso pero, la verdad, yo nunca le creí.

El teniente se sentaba y platicaba con nosotros. Por eso supimos que de joven había sido pescador e incluso que fue marino "de alta mar en un buque mercante". A mí me gustaba mucho ver el nacarado de las conchas.

Supimos que era el teniente porque, cuando lo sacaron del mar, llevaba consigo la red de caracoles.
Los rescatistas dejaron el cuerpo muy cerca de nosotros, tanto así que aun amarrados los tobillos, pudimos ver el vientre inflado del ahogado.
En una ola alta, se abrió la carga y hasta mis pies rodó aquel nautilus que el teniente guardaba celosamente "para la persona indicada".
Me agaché y lo observé detenidamente, como siempre quise hacerlo.
"La proporción de oro" decía el viejo y nunca supe a qué se refería. Ni ahorita que tengo la concha en mis manos lo entiendo. No brilla amarillo, sino nacarado.
Me la está regalando el teniente, pensé, y le haré honor a tenerlo. Tal vez se lo guarde a la Flechita para cuando crezca(mos).

La cosa es que crecimos y cada quien le dio para donde pudo; bueno, casi todos porque yo... me quedé; no precisamente en el terruño, sino más al norte, como a 50 kilómetros de distancia.
Llevo ya varios años cuidando la nueva casa de la Flechita, la que ahora es abuela y vive en la capital. A raíz de la muerte de mister Fletcher, ella se cambió a esta otra casa; nunca supe los motivos reales; aunque hubo mucho chismerío: que por deudas; que por las esposas; que por los negocios.
Yo preferí no engancharme con ninguna versión.

Acá vienen sus nietos cada que tienen vacaciones. Así que por lo general estoy solo: yo y mi alma.
Muchas noches salgo a caminar por la zona de la piedra de acá y parece que, entre el murmullo de las olas, escucho al teniente como que susurrara "nunca te atreviste", "no quisiste experimentar la sensación del rechazo".
La verdad, ni ahora me atrevo a hablar con ella. Tan solo he guardado el nautilus ni sé para qué.


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